marzo 07, 2005

Mil pedacitos

Un día por la mañana, en el trinchero del comedor, la pequeña taza de porcelana abrió los ojos sólo para darse cuenta de que se había roto en mil pedacitos. El dolor era intenso y continuo. No podía moverse, el pedacito donde latía su corazón estaba muy lejos de los demás. No sabía muy bien qué fue lo que la golpeó, debió haber sucedido mientras dormía, recordaba la sensación de una pesadilla, pero no podía recordar los detalles, sólo el dolor que la invadía. Con la poca fuerza que encontró en ella logró acercarse a otros pedacitos y unirse caóticamente a ellos, quería rearmarse, pero no encontraba la forma. Los mil pedacitos que alguna vez la conformaron estaban regados por toda la vitrina y no podía entender el orden en el que debían colocarse. Aún no entendía como es que no había muerto, era incomprensible para su pequeño cerebro que, por cierto, había logrado ya reunir con el resto de las piezas que la estaban manteniendo. No había avanzado mucho, aún era un trozo deforme de porcelana que apenas asemejaba una tacita, formada por unos cuantos pedacitos de lo que era, desacomodados y dolorosamente sostenidos por una pequeñita luz de esperanza. Cansada, confundida y muy adolorida, la tacita decidió sentarse a esperar a que alguien viniera en su ayuda, no era el mejor plan, pero al menos sí el menos doloroso, ya que el trocito que contenía su corazón estaba severamente despostillado y lo atravesaba una horrible cuarteadura; además el pedacito con su cerebro estaba claramente fuera de su lugar, lo cual lo hacía todo más difícil de razonar. No podía planear una estrategia de sobrevivencia, así que esperó, lanzando varios gritos de auxilio, sin respuesta.

La tacita había entrado ya en un estado profundo de desesperación en el que pedía ayuda entre lágrimas mientras intentaba recolectar más piezas y colocarlas lo mejor posible en el lugar que les correspondían, pero las lágrimas y el dolor le nublaban la vista, y con la razón fuera de lugar, las cosas se iban complicando cada vez más. Poco tiempo después hubo una respuesta a sus gritos, otra taza se acercó para ver qué era lo que pasaba. La tacita la conocía y quería mucho, eran compañeras de vitrina, pero las habían separado por un tiempo. Era una taza de cerámica blanca, muy bien moldeada y sin adornos, era claro que se había roto ya en algún momento porque le faltaba el asa y estaba llena de cuarteaduras. Ella intentó ayudarla a recolectar más piezas, pero como estaba tan sensible a los golpes no logró encontrarlas todas ni acomodarlas como se debía; aunque, eso sí, llevó pegamento, el mismo que ella había usado para repararse a sí misma. Esto ayudó mucho a la tacita, que ya lograba ponerse en pie para seguir buscando las piezas faltantes, aún le faltaban muchas y su cerebro estaba aún fuera de lugar.

Al poco tiempo apareció un cuchillo para ofrecer su ayuda. La tacita lo conocía bien, habían compartido un cajón hacia ya tiempo, era un cuchillo fuerte, de buen aluminio y, aunque un poco viejo, aún brillaba. El cuchillo recolectó las piezas que creía más importantes para rearmar a la tacita y comenzó a colocarlas, pero esto no le gustó a la tacita y recordó por qué le tenía miedo al cuchillo, porque era muy filoso y la estaba lastimando; además de que era muy necio e insistía en usar otro pegamento mejor y colocar las piezas donde la tacita no las quería. Entonces, la tacita decidió dejarlo ayudar a la colecta de las piezas, pero no a pegarlas, así las cosas funcionaron mejor.

Con dos aliados ayudándola a repararse las cosas ya iban mejor para la tacita, aunque todavía se sentía muy débil, el pegamento que le había puesto la taza ya estaba viejo y comenzaba a perder fuerza, y el que le ofrecía el cuchillo era muy fuerte y abrasivo, era para pegar metales, no porcelana. Así que la tacita se dio a la tarea de encontrar un mejor pegamento. Recordó que en la época en la que en la casa todavía usaban el juego de té al que pertenecía habían pegado varias asas y reparado despostilladas con una cola natural que iba muy bien para la porcelana. Así que se las ingenió para enviarle un mensaje a la cola para que viniera a ayudarla, y lo logró. La cola apareció gustosa de ayudar, no sólo reforzó las piezas ya unidas si no que encontró más y reacomodó algunas que estaban fuera de lugar. Lo más importante fue que recubrió la cuarteadura de su corazón que, al parecer, ya no iba a aguantar mucho tiempo más. ¡Bien, nuevos bríos para la tacita! Esto le dio fuerza para seguir con el trabajo de restauración de sí misma, intentando no pedir ya tanta ayuda, porque, seamos honestos, a nadie le gusta abusar de los demás.

Así pasó algún tiempo y la tacita, aunque visiblemente lastimada, ya podía moverse libremente por la vitrina, pretendiendo que ya era, de nuevo, una taza completa, aprovechando para, de vez en cuando, encontrar otra pieza faltante y encontrarle un lugarcito en la telaraña que era su frágil estructura. No podía hacer mucho al día, aún no lograba recuperar su forma completa, y trasladarse en busca de más piezas era una tarea pesada. Hasta que un buen día apareció un platito, y no un platito cualquiera, era el mismo que había hecho juego con ella antes, eran compañeros, pertenecían al mismo juego de té. ¡Compartían modelo, eran de la misma marca! La tacita estaba feliz, su compañero había regresado, después de un tiempo en el que se lo habían llevado a ese estante en la cocina donde guardaban los platos en uso. Hasta allá se había escuchado del terrible accidente de la tacita, pero el plato no volvía por eso, lo trajeron a la vitrina porque lo habían remplazado por platos de pastel de melamina que son mucho más duraderos que los de porcelana y además no tienen ese borde circular que él tenía, hecho exclusivamente para sostener a su tacita. Fuera cual fuera la razón, la tacita estaba feliz de recuperar a su compañero que, además de completarla, la sostenía, y eso era exactamente lo que ella necesitaba después de tan devastador accidente. Estaba tan feliz de tenerlo que la tacita se olvidó de seguir buscando piezas y de la taza blanca, el cuchillo y la cola. ¡Tenía su complemento y la fuerza para sostenerse, no necesitaba nada más!

Con lo que la tacita no contaba era que el platito, aunque de vuelta en el trinchero, todavía estaba en uso. Cuando llegaban visitas a la casa, muchas veces lo sacaban para cargar otras tazas o para sostener galletas o rebanadas de pastel, pero ella, estando en ese estado, ya no era útil. Cuando el platito no estaba, la tacita se quedaba sin fuerza para casi nada, él era lo que la sostenía. Poco a poco y cada vez más la tacita se fue dando cuenta de que no podía depender de su paltito para todo, que aún le faltaban piezas y que faltaba reacomodar las que tenía. Así que decidió seguirlo intentando, pero estaba ya muy pegada y tenía, tal vez, unas novecientos sesenta y siete pedacitos conformándola, muchos de ellos fuera de lugar y cubiertos con diferentes pegamentos. Rearmarse sería una labor muy difícil y dolorosa, a veces pensaba que no valía la pena ya que cuando el platito la sostenía no sentía ningún dolor y apenas y podía recordar el accidente. La tacita estaba en un laberinto, atrapada en un círculo vicioso, sin el platito apenas y podía sostenerse, y con él no sentía la necesidad de hacerlo.

Sabía que la única manera de volver a ser una taza completa de nuevo era rearmándose, sacando todas las piezas y volviéndolas a unir, ¡tenía que volver a romperse! Pero cómo, ¿cómo volver a pasar por ese dolor que ni siquiera había logrado sanar por completo?, ¿cómo arriesgarse a no poderse rearmar otra vez?, ¿y cómo perder al platito que tanto había esperado? Tenía que decidir, escoger entre ese dolor que vivía o el vacío, la duda, pero también la esperanza. Cada día la tacita se volvió más ausente, mirando hacia fuera de la vitrina, soñando, pensando. El platito seguía a su lado y la sostenía, sin entender lo que el pequeño y despostillado corazón de la tacita sentía, ni lo que su pequeño y desordenado cerebro pensaba. Ella sólo intentaba encontrar el valor para dejarlo, para arriesgarlo todo y volver a ser una taza completa o, al menos, una mejor de lo que era. No se sentía una taza de porcelana, era nada más novecientos sesenta y siete pedacitos de porcelana mal acomodados y sostenidos por un platito, al que amaba, casi más que a ella misma.

Un día como cualquier otro, sacaron al platito del trinchero, habían visitas. Pero, al hacerlo, dejaron la puerta de la vitrina entreabierta. El sol que entraba por la ventana chocaba contra el vidrio y creaba un intenso destello. Todos los habitantes de la vitrina se encontraban absorbidos por la hermosa luz, era un espectáculo nunca visto, había quienes aseguraban ver hasta el arcoiris. Ninguno podía quitar sus ojos de la impactante luz. La tacita sintió el calor que la llenaba, la luz que la inundaba y la hacía brillar, la completaba, y la hizo llorar. Entonces fue que decidió acercarse hasta el borde de la repisa y volar. Sintió el brillo que la cubría y el aire que la mecía entre el sueño de volver a ser y la sensación de ser verdaderamente feliz. Cerró los ojos y se escuchó, por primera vez lo escuchó, el sonido de una tacita rompiéndose en mil pedacitos y, después, el silencio, la suave caricia del viento y la nada…

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