agosto 30, 2011

De perritos amarrados

Soy un gato, y como tal me gusta pararme en la cornisa y tratar de cazar inocentes pajaritos; disfruto también sacar las garras y jugar con ratones, verlos correr y atacarlos cuando menos se lo esperan, cazarlos y mantenerlos vivos en agonía para mi propio entretenimiento. Pero mi juego favorito siempre será pasearme frente a un perro amarrado, no me puedo contener al escucharlo ladrar desesperado, verlo babear estirando su correa hasta el límite sabiendo que muere por morderme. Me palpita el corazón, salivo, me siento viva cada vez que me topo un perrito con correa; me mata el deseo de verlo romper sus amarras para atraparme.

Es un juego delicioso, aunque siempre termina frustrándome ver a ese perro estirarse, ladrar, llorar, gruñir, desgastar la correa ante mis provocaciones y sin embargo, nunca lograr liberarse.

Pocas veces he logrado romper las ataduras de uno que otro perro y sí, como era de esperarse, el resultado es siempre atroz, sangre, vísceras, heridas mortales y dolor, mucho dolor.

He muerto varias veces ya, he malgastado algunas vidas en este peligroso juego; y sin embargo, vuelvo a caer. Cuando me topo un lindo perrito amarrado, cansado, deseando libertad, no puedo evitar, con gusto, meterme en su cabeza y tentarlo con romper su cadena y devorarme… si me alcanza.

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