Era una miniatura extraña, con los ojos saltones y unas manías dignas de cualquier gato, todo esto y más nos llevó a rebautizarlo como Rata, algo menos pretencioso. En contra de los deseos de mi madre Rata se quedó a vivir con nosotros, pasaron meses en que el perro orinaba todos los muebles, incluso las piernas de las visitas, todo en respuesta al odio declarado de mi madre. Hasta un día en que casualmente Rata acompañó a mi madre al cuarto de lavado en la azotea y descubrió que ese espacio era ideal para que el perro hiciera sus necesidades caninas sin molestar a nadie, así fue que mi madre aceptó a Rata y Rata aceptó a mi madre, empezando un amor que los llevó a compartir cama y hacerse compañía durante años.
Así pasaron los años y creció el amor, Rata se enfermó y se curó, sufrió accidentes con puertas y se recuperó, lo picó una abeja, se hizo viejo, perdió los dientes y su lengua comenzó a colgar de lado, pero siempre al lado de mi madre, siempre alegre y siempre adorable. Hasta hace casi dos meses, cuando un triste domingo por la mañana Rata subió a su paseo acostumbrado por la azotea y en un terrible accidente se cayó a la calle y murió, dejando un vacío enorme en el corazón de los que lo quisimos. Todavía hay días en los que llego a esa casa y espero que ese adorable pequeño chihuahueño apestoso chimuelo y con la lengua de fuera me mueva la colita en las escaleras para darme la bienvenida.

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